16 agosto 2011

Sala de espera

Aún con el frío del aire acondicionado del autobús, entré corriendo en el edificio anexo del Hospital T. Era la quinta vez que pisaba aquel suelo y, para frenar el impulso de salir corriendo de allí, pasé por alto las grietas y los pedazos de muro caido. Decir que St. Fe se mantenia en pie por eso, por una acción de fe, era poco. En la ciudad era conocido, junto a natalidad, como "el moribundo". Gris, decrepito y maltrecho, allí ocurrian historias muy diferentes a las que suceden cuando un ser viene al mundo. Digamos que, en pocas palabras, donde yo me hallaba la gente se iba de él a su manera. Así que para la mayor parte de la población decir que ibas a ST. Fe tenía bien poco de elegante. En el mejor de los casos eras conocido como el "borderline" o el "depresivo", cosa que no ayudaba a los que teníamos que pasar revisiones a menudo.

Así que allí estaba yo, reteniendo en la memoría que sería poco el tiempo que pasaría allí. Pero no podía decirme nada más halagüeño que pudiese colarle a mi subconsciente sin que este me diera la patada. Soy mujer previsora y se que cuando vas al médico pueden pasar dos cosas; una, que salgas en un plis-plas, y dos, que lleven un retraso con el que te puedas leer El Quijote. Por lo que, efectivamente, mi subconsciente se la apuntó en un papel y como resultado de ello tuve un pequeño resbalón antes de pasar a la sala de espera. Nada grave gracias a que, al no haber barrido todavia, mis zapatos no hicieron un triple tirabuzón y recuperé el equilibrio como si no hubiese sucedido.

Pasada la puerta, ya vi que el panorama se presentaba interesante. No se si es cosa mia pero en una sala de espera "normal" la gente te mira cuando entras, a lo sumo te critica una vez te has sentado y les ha tapado el sol de la ventana (o sencillamente porque se aburren). Pero en la sala de espera de St. Fe, o en cualquier centro mental, las miradas se sostienen durante un tiempo que puede durar el tiempo que estés confinado allí dentro. Son miradas que te penetran, que te agujerean para saber qué clase de enferma eres, de dónde vienes y si pueden reducirte mental y emocionalmente antes de que hayas escogido un asiento. Normalmente, entre "entendidos" (es decir, pacientes en tratamiento o no) es fácil que no nos afecte esto. Sin embargo, hay un número de personas a las que les sienta tremendamente mal. Porque si algo he de decir es que, en general, lo que pasa en las mentes extraordinarias y fuera de lo común, ergo en las salas de espera de los ya mencionados centros mentales, en las consultas, en sus hogares y en la calle, se exagera de un modo irreal. Quizás por ello, entre otras cosas, la locura se asocie a los artistas.

Aquel día fui una de esas personas a las que sí les afectó ver una sala pálida, llena de gente cuchicheando y escuadriñándote cada movimiento. Para colmo, un par de personas que esperaban no dejaban de emitir unos sonidos incesantes, repetitivos, semejantes a un sollozo interior que parecia brotar al exterior. Cuando me senté aún tuve tiempo de pensar en regresar, en hacer ver que jamás había cruzado ese umbral. Pero lo había hecho aún mucho antes de que los doctores me revisasen la dosis de medicación adecuada a mis trastornos. Entonces empecé a ligar cabos sueltos, como cuando se me ocurren ideas geniales que aparecen en pizarras imaginarias a una velocidad de vertigo, que se sueltan una vez pasa la euforia. A día de hoy no recuerdo qué narices era, sinceramente, pero debía ser cualquier tema ya que soy un pozo sin fondo (y sin remedio) cuando se trata de reflexionar.

Puede que estuviese así durante unos 30 minutos, tiempo que me pareció eterno respecto a la realidad de mi mente. Me di cuenta que ya había pasado un turno de pacientes y el siguinte esperaba impaciente. Yo era uno de ellos. Veia caminar a la gente y empezaba a empatizar de una forma oscura y retorcida. El cuerpo me temblaba, sentia agorafobia, depresión, euforia, confusión, malestar... Incluso me dio por creer que la gente me estaba observando atentamente, esperando cualquier movimiento que delatara que era como ellos. Entonces volví al chorro de información confuso que era mi cerebro atontado, al borde de perder los nervios. Me imaginaba tirando mesas y sillas por la sala, alentando a los demás que hiciesen lo mismo y gritando como una posesa. Pero no lo haría porque se que acabaría en una sala aún más pequeña, sola, con una dosis elevada de tranquilizantes, que solo calmarían mi cuerpo, y la puerta de la habitación bien cerrada hasta que alguien se dignase recogerme con una mirada que diria algo así como "Otra vez lo mismo". Por lo que me quedé calladita, mirando mis manos y perdiendo la vista entre la gente.

Los médicos abrían y cerraban sin parar las puertas. Me di cuenta que las anteriores veces que estuve allí no había tanto paciente. Ni tanto psiquiatra. También que los que allí estábamos pareciamos los típicos casos perdidos, es decir, aquellos que necesitan un control de por vida. En el fondo, pensaba, eramos iguales. Aunque nuestro modo de ver la realidad fuese distinto y no compartiesemos la misma enfermedad, nos unía algo profundo: el hecho de haber visto la otra cara de la moneda. Como si, al querer saltar la cuerda junto al resto, nos hubiesemos dado de bruces con una línea que los demás parecían no ver. O no querían hacerlo. Eso se reflejaba en la mirada, en la pose, en el modo de relacionarse, en la forma de vestir... Incluso en el habla. Había un deje que nos hacía reconocernos mútuamente entre un puñado de gente o una multitud atestada. Era algo así como una marca invisible a todo aquel que no estuviese dentro de nuestro grupo.

Sin darme cuenta mi doctora salió nerviosa, estresada, con su lista de pacientes atrasados en la mano izquierda y su bolígrafo marca Depakine en la derecha. Pronunció mi nombre y yo salté del asiento aliviada, casi sintiéndome bendecida por los dioses. Pero antes de cruzar otra puerta, la que me llevaba a un interrogatorio sobre una parte íntima de mi vida que jamás nadie podría comprender del todo, eché la vista atrás. Deseaba que aquellas historias, las que seguían esperando en la sala, tuviesen un final menos doloroso tras tanta espera y desesperación.

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