01 febrero 2011

Profundidad

"Los humanos no somos más que puntos oscilantes y perversos" pensó desoladoramente.

Estaba flotando a la deriva, cerca de la playa, con su cuerpo entre el océano y el aire. Nadie le esperaba en la orilla y se deleitaba con el gris del cielo. Le dolía la cabeza. Casi siempre lo hacia. Entonces lo hizo, se hundió dejando atrás salpicaduras de agua y un ruido sordo, necio y obtuso. Allí quedaron las fuerzas que lo empujaban al vacío.

Dentro no sintió pena ni dolor. Más bien la certeza de dos cosas; una, que no respiraba y dos que si seguía no haciéndolo todo acabaría. Pero nada era tan simple. Detrás un cosquilleo que se tornaba menos cálido le atraía hacia las profundidades misteriosas. Delante una luz apagada le guiaba como un pequeño foco distorsionado. Bajo el mar el mundo perdía el rumbo y el color, como si alguien lo borrase.

Puede que llevase un minuto cuando los pulmones le avisaron. Tenían hambre. No aguantaría mucho más. Pero algo en sus sensaciones extra corporales le empujaban hacia abajo. Por momentos se empeñaba en convertirse en sombra. Allí, le decía su corazón, quedaba la oscuridad y el olvido. Allí, le decía su mente, una muerte segura.

"¿Por qué no hacerlo?" se propuso.

El raciocinio se estropeaba y dejaba lapsus de memoria. El cuerpo se fundía con el material que le rodeaba. Perdía la noción de quien era y hasta de lo que era. El entorno era él y él era el entorno. Se calmaba conforme volvía a la base primitiva de su ser: el agua. Se acabó el pensamiento, la lucha y la culpa. Incluso cerró los ojos, abandonado a la suerte de aquella fuerza centrífuga que era su corazón, para prepararse a "respirar". Entonces, en la milésima de segundo que le separaba de la no-existencia, apareció la alarma. El pánico se apoderó de su capacidad de decisión y él lo obedecía. La adrenalina circulaba por doquier, impregnando hasta el sabor de su boca, como cuando tienes acidez estomacal.

Nadó, nadó y nadó con la velocidad de un disparo. El tiempo fue el que se descolgó de sus brazos y no llegó a la superficie. Él sí. Respiraba como nunca antes lo había hecho. A trompicones, sin orden, olvidando las pautas instintivas. Rompió así el silencio que le rodeaba. La visión borrosa le impidió ver, durante los primeros minutos, que las nubes se habían dispersado y que el sol del atardecer iluminaba tenuemente. Percibió su calor y se dio cuenta de lo gélidas que podían ser las aguas. E incluso su propia doble cara.

Flotó de nuevo, buscando un reposo seguro, antes de regresar a la orilla. Unas voces interiores le culparon, le amenazaron y buscaron cualquier debilidad con la que reprimirle. Había estado a punto de morir. A tan poco que le asustaba imaginarse en ese límite. Ahora ya estaba fuerza y no quería plantearse cómo había pasado. Pero las reflexiones no cesaron en su cabeza.

"No es tan fácil" se dijo mientras se recuperaba y volvía a ser él. Al mismo tiempo el atardecer caminaba deprisa. Pronto en el cielo no quedarían esperanzas y las estrellas contaminadas no podrían guiarle adecuadamente. Así que aún con la sangre y el corazón latiéndole atropelladamente se deslizó rumbo hacia tierra firme. La sal le cubría y parecía haberle calado hasta los huesos. Se secó con la toalla solitaria que estaba estirada en la arena y dejó caer una hoja de un cuaderno. Tachó algo en las que quedaban y negó deseperadamente.

"¿Puede vencer el instinto al hombre?"

Recuperó la compostura y recogió sus pertenencias. Volvería, como cada noche, a casa. El papel huérfano voló hacia la ciudad hundida en luces de neón que se encendían lentamente. Un número, marcado con una cruz latina, podía leerse en una de sus caras. En la otra dos palabras en medio del blanco puro: "cáncer hematológico".

En el metro un hombre suspiraba y maldeci para sí mismo. La rutina le empujaba hacia su casa, mojado y taciturno. El resto de pasajeros podían oler la sal que aún quedaba adherida a él. No pensaba en ellos ni en nada que fuese exterior a él. Tenia suficiente con el pensamiento que originaba el resto y era repetido una y otra vez. El número que modificaba lo que era y lo que seria. La cifra del principio y del fin de su pesadilla. Los sentimientos contrarios que chocaban entre sus venas. Las batallas campales contra el tiempo. Fríamente se observó en el reflejo del cristal del tren y lo repitió esta vez en voz alta:

"Quedan 68 días..."

Nadie pudo escucharle....

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