06 diciembre 2011

Amores de juventud

Hace horas que no dejo de dar vueltas en la cama, recordando qué era de mí hace solo unos pocos años, y como en toda historia de juventud, en el pasado siempre aparecen los amores. El primero de todos los que vendrían, los que fueron, cortos o largos, los que quedaron en nuestra imaginación, aquellos que fueron fugaces, los que nos dejaron un sabor amargo de boca y, por supuesto, de los que aprendimos a base de una dura caída.

En efecto, son como galaxias en un Cosmos que nos acompaña el resto de nuestras vidas. De ellos aprendemos a amar en el presente y, más que eso, yo diría que moldean nuestras relaciones. Está demostrado que el primer amor nunca se olvida y crea una especie de "trauma", es decir, un antes y un después, que nada puede borrarlo. Y, nos guste o no, cada amor es distinto y no hay un único manual. Al final creo que lo único que puedes hacer para salir menos escaldado del fatídico final es aceptar que aparecerá. Luego ya verás qué hay después.

En mi caso, hoy me he detenido en un amor de los que yo llamo "casuales" o "inexplicables". O mejor dicho, en las sensaciones tan vívidas que se desprenden de mi mente cada vez que le quito el polvo al archivador. Es un amor, o una relación, que en el momento parece absurda, sabes que no llegará a buen puerto, pero es tanta la pasión que crees, dentro de tu ilusión, que los 3 meses que duró eran la eternidad. Pues bien, era el verano de mis 17 años y yo acababa de salir, hacía unos meses, de una relación con un hombre 11 años mayor que yo, con el que me adentré en el alcohol, el sexo y la vida nocturna. Tenía planes de una futura y cercana libertad que llegaría con la mayoría de edad y no me amilanaba ante nada excepto dos cosas: la situación en casa de mis padres y la que vivía con ese hombre.

Era lo que se llamaría, en voz bien alta, un maltratador psicológico. Se aprovechó de mi edad y de mi inexperiencia para conseguir lo que él quería. Me chantajeaba con el bienestar de sus padres y los míos, me controlaba a todas horas, abusaba de su fuerza (sin pegarme, claro está, porque habría sido el colmo) e incluso, cuando no podía más y lograba dejarle, se apostaba en la puerta de mi casa hasta que conseguía que le abriésemos. Una vez le dejé no paró de insultarme allá donde iba, me amenazó seriamente y dejó ir rumores sobre mí que nada tenían de ciertos.

Así pues, yo había quedado escarmentada. A pesar de todo, aún creía en una pareja que pudiese hacerme un poco feliz. Y en verano conocí a un chico con el que apenas tuvimos dos citas esporádicas antes de que se marchase de vacaciones rogándome que le guardase fidelidad. Sinceramente, llegados a este punto, a mí el romanticismo me parecía más una manera de manipulación que otra cosa. Lo más divertido fue que este mismo chico me "dejó al cuidado de su mejor amigo, en el que confiaba su vida, para que no me sucediese nada malo". Por un lado era una idea bonita (una idea, claro) y por el otro era surrealista. En fin, prefiero no desvelar la moraleja de la historia. Pero el caso es que el mejor amigo del chico con el que salí y yo empezamos con unas risas via messenger y acabamos saliendo durante 3 meses.

El chico en cuestión se llamaba J. Tenía 5 años más que yo pero me impresionaba la madurez con la que se tomaba la vida. Había estado en el ejercito a modo de evadirse de la vida tan alocada de sexo, drogas y rock and roll que había llevado en la juventud. Tanto que, un mes y medio después me confesó que debía una cantidad importante de dinero en concepto de cocaína. Volviendo al tema central, recuerdo que lo más me impactó fue la forma en que, a pesar de vivir en mundos diferentes, algo nos unía estrechamente. Dábamos una apariencia mientras por dentro aquello que pensábamos y sentíamos estaba tan cercano como el aire.

Por aquel entonces yo aún tenía valores, una pizca de inocencia y estaba en mi sano juicio. Lo que había empezado como una amistad sincera, en la que nos confesábamos todo, se convirtió en una relación de sexo y poco después de amor. Con él aprendí a ver más allá del horizonte de Barcelona, a ser sincero con el otro a pesar de que le duela, a no juzgar a las personas por su pasado o por su aspecto, a saber que podemos (y debemos) cambiar nuestras vidas para hacer de ellas algo mejor. Por nosotros y por los que queremos. Él me mostró un mundo en el que el sufrimiento podía ser un arma con el que otros te manipularían, que no hay que tener una carrera universitaria para ser inteligente, que siempre hay segundas (y terceras) oportunidades y que el dinero, aunque necesario, solo envenena.

No puedo hablar de lo que yo le enseñé a él, si es que le enseñé algo, aunque sus ojos siempre me decían que conmigo había aprendido qué era la dulzura, la magia y a sonreir a pesar del dolor y la tormenta. Siempre me sorprendió de él su doble vertiente, aquella que le venía de ser Capricornio, por la que en un momento podía alejarse tanto de mí, y del mundo, que nada parecía importarle hasta que volvía y se daba cuenta que el tiempo pasaba. Éso le atormentaba. Quería redirmirse ante él mismo y ante su familia, la cual tenía un pasado turbulento que no podía olvidar. Por lo que siempre estaba haciendo planes que tenía claros al principio pero por los que siempre tomaba el camino más largo.

Aunque el recuerdo más vívido que tengo de aquella relación era el sexo. Aquel que nos dejaba exhaustos después de dos días mordiéndonos, arañándonos y atándonos. Creo recordar que perdí 10 kilos en menos de dos meses. No había horas, días, comidas ni móviles. Solo él y yo. Y no solo eso. Era el sexo duro, aquel en el que sacas la bestia y la dejas libre, anclándote en el otro en una fusión animal. Era ese amor que quedaba bien visible en los moretones y en las mordeduras que ambos lucíamos u ocultábamos el resto de la semana. Era en el que podías mostrar el lado más oscuro de tu ser sin temor a que el otro te rechazase. A pesar de todas mis historias amorosas y sexuales, no he tenido un sexo más vivo, y real, con nadie más.

Pero, como todo amor de verano, el Octubre lo deshojó y el Noviembre lo heló. Hubo múltiples problemas y fuimos los dos quienes los tuvimos. Él por su familia, su apego a la que fue su primera ex y sus problemas pasados con las drogas y el dinero. Yo por la juventud, el miedo a verme casada a los 18 años y las pocas horas que pasábamos una vez él entró a trabajar de seguridad, con la intención de ganar dinero rápido, para reformar el piso que tenía a su nombre. Ninguno supimos reaccionar y había demasiados desencadenantes, fuesen personas o no. 

Una tarde recibí una penosa llamada en la que me dejaba. Ni si quiera tuvo el valor de decírmelo a la cara. Desapareció de mi vida unas semanas después de decírme que le buscaban por Barcelona y nunca más supe de él. En mi memoria quedan los instantes, cortos pero intensos, que viví con él. Las risas, el mar de Badalona, su arena, las veces que me protegió y me defendió, el olor a su tabaco, la primera vez que fui a Tarragona y aquella mirada con la que siempre me escudriñaba y veía en mí algo que nunca quiso decirme a pesar de mi insistencia. Y si cierro los ojos y me relajo, puedo volver a las noches que observabamos el cielo esperando que llegase el alba, las estrellas que contábamos, los olores que nos acompañaban, el tacto de su piel, el mundo girando alrededor nuestro, las tristezas que nos unieron, el calor que nos dábamos cuando, por estar juntos, nos pasábamos la noche en la calle porque no podíamos estar en otro lugar... Incluso aquella visita al mueblè de Lesseps que por entonces no sabía qué era ni cómo se llamaba. Porque fue el hombre que me mostró las primeras veces con las que enraizaría la base con la que crecer en mi mayoría de edad.

Ahora, a su edad, tengo la clara convicción que me mintió. Que no me dejó por falta de amor y que lo que veía en mis ojos era un futuro que me llevaría a otros mundos que él no quería ver. Aún sigo preguntándome si consiguió formar una familia o si, por el contrario, volvió al ejército, como dijo una vez en que estuvimos a punto de dejarlo antes de tiempo. Lo que tengo claro es que tras él, vino un periodo gélido en el que trabajaba como excusa para no pensar en él y en el vacío que me había dejado.

Tuvo que pasar un año entero antes de poder volver a sentir un amor más suave, (por decirlo de algún modo) en el que, a priori, no creía.  

Pero esa, y lo que pasó entre medio, son otras historias.

2 comentarios:

  1. Sea o no correspondido, marca, a veces pueden pasar años sin que te des cuenta hasta que punto. El punto malo es que tienes que "resetear" pero sin poder volver al punto en el que lo dejaste, el bueno .... el bueno aún no lo sé.

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  2. Yo también he estado enamorada de un hombre como el tuyo. 5 años mayor también, me impresionó su madurez y la forma con que afrontaba la vida... y lo bonito que fue todo al principio se tornó en un caos mental y demasiadas lágrimas.
    Estas cosas marcan y seguirán doliendo. Son cicatrices que tendremos en el corazón y que de vez en cuando nos darán un pinchacito.
    Yo pensé que no saldría más, que no querría nada más con nadie, que me volvería a cerrar en banda y a ponerme la coraza. Que me negaría a amar. Que no encontraría a nadie que me tratara como yo me merecía y no me tratase como una mierda. Y lo encontré. Todos lo encontramos.
    Y durante el tiempo de luto de una relación moribunda siempre pensamos que no volveremos a sentir ni a amar, pero es solo eso, tiempo. Al final, sus caricias, sus besos, su voz, su cara, todo lo que él representaba para lo bueno y lo malo se acabará yendo y apenas serán vagos recuerdos. Te lo prometo. De amores dañinos sé demasiado :)

    Siempre hay un roto para un descosido :) siemrpe hay alguien por ahí perdido hasta que le encontramos :)

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