30 diciembre 2012


Capítulo II. Una noche…
Doy pasos de más, vuelvo a empezar, es como un bucle de tiempo oval. Quiero gritar, solo mirar, mi alma descendiendo… [1]
El último sorbo a un cubata de ron y refresco, mientras escuchaba una canción de moda en un local exclusivo de la ciudad, era el resumen de su vida tras el jodido día de trabajo que había pasado. El trago era el tercero de la noche y aunque su aguante era excepcional, sus treinta años y el estómago vacío le decían que se equivocaba si decidía tomarse otro. Pero antes de que su cerebro pudiese parar a su descontrolado alter ego, ya tenía otro vaso en la mano.
No recordaba qué había pedido esta vez y le daba igual. Olía a gin-tonic, pero su atención se centraba en las últimas semanas. ¡Mierda! ¿En qué momento todo dejó de importarle? Llevaba meses sin una relación estable. Su piso parecía una cueva en la que se refugiaba, sin ningún tipo de orden, repleta de botellas desperdigadas. Apenas comía y había bajado de peso. El gimnasio era un gasto inútil cada mes y, la verdad, el aspecto que ofrecía no era nada confortable. Es más, había entrado en aquella discoteca de sillones de piel y diseño fastuoso porque pasaba más horas allí que en su casa.
El traje desaliñado, con la camisa abierta, la corbata desanudada y la barba de tres días, no casaban con el conjunto, pero si había ido así a trabajar, ¿por qué coño preocuparse de eso ahora? Tuvo que ser su jefe, aquella misma mañana, el que le dijese tras infinitas indirectas que la empresa no aceptaría ni un día más aquellos desaires. Mientras el gilipollas intentaba hacerle entrar en razón, como si él fuese un crío, se dio cuenta que no solamente su aspecto físico parecía molestar, sino que las peleas verbales con sus compañeros habían llegado a rallar en lo inaceptable. ¡Joder, si es que son unos idiotas!
En particular aquel niñato de veintitrés añitos que pretendía, ¿qué? ¿Ser como él a su edad? ¡Y una mierda! Se lo habían encasquetado como ayudante, a modo de becario, y no sabía ni redactar un contrato a derechas. A su edad él había sacado adelante a la empresa cuando ésta no era más que un atolladero de miseria y deudas. Había cerrado contratos millonarios y, en la actualidad, a pesar de, ¿cómo lo dijo, el imbécil de su jefe? Ah, sí, a pesar de su “imagen y comportamiento deficientes”, seguía haciéndolo.
Nada se escapa del ritmo de mi reloj. Puede que caiga al abismo. Puede que no.
Tenía de plazo hasta el lunes, contando con que hoy era ya la madrugada del sábado, para “recolocarse y volver a ser el que era”. Si no lo hacía, tomaría medidas drásticas, a pesar de ser su padre. ¡Maldito chantajista! Siempre lo había sido y, evidentemente, miraría antes por el negocio que por su hijo. ¡Cómo si el muy cabrón no se emborrachase tanto como él o más! Aquel idiota ni si quiera le había preguntado cómo estaba y ahora, encima, pretendía darle reprimendas.
El golpe sordo del vaso de vidrio que estalló contra la pared aterciopelada no alertó a los camareros, que se limitaron a recoger el estropicio mientras él pedía otra copa. La pregunta susurrada fue contestada a gritos que sí distrajeron, por unos segundos, a los otros clientes. ¡Lo que fuese pero fuerte, muy fuerte, gilipollas!  Pensó que quizás era mejor así. Perderlo todo. Llenar el vacío de su vida con alcohol hasta que su padre le viese en el fondo del pozo. Acabar en uno de esos centros de rehabilitación. Su “jefe” todavía debía de tener contactos, y bien podría empezar de cero allí. Olvidarse que, en su interior, y por ende en su exterior, no quedaba otra cosa que la bebida.
Mareado, con las ideas nubladas por las lágrimas, apoyó la frente en el frío cristal de la barra oscura, resbalándose del asiento y casi perdiendo pie cuando quiso volver a sentarse. Observó unos instantes el local. Las arañas negras, que formaban parte de la decoración, se repartían aquí y allá, dando una sutil penumbra en la que se recortaban siluetas. Nadie le hacía caso entre las sensuales paredes negras y rojas, bombeados como lo estaban por la música, y se permitió el lujo de mirar atentamente las curvas de las chicas que bailaban aquella noche. Había algunas que podían merecer estar en su cama, ¿por qué no? Nada mejor para quitarse el estrés, sin duda, y no quería perder la práctica de tener a alguien debajo de él.
Intentó ponerse en pie y, entonces, se dio cuenta de que había perdido la batalla con el equilibrio. Dar un solo paso parecía un acto de suicidio. ¿Cómo coño podía ser tan desgraciado? ¡Ni un puto polvo caería esa noche, estaba claro! ¡Jodido hijo de puta! ¡Ni para eso servía! Con lo que echaba de menos levantarse con compañía, aunque fuese chica de una sola noche. A muchas las había compensado con dinero o algún lujo. Incluso cree recordar que a una le pagó los dos últimos años de carrera, aunque ya no recordaba su nombre. ¿Qué habrá sido de ella? Otra puta interesada, estaba claro.
Rápidamente, su atención volvió a las botellas que decoraban la pared de enfrente, con la esperanza de que poco a poco le bajase la borrachera y con ella la frustración.
Minutos que vienen y van, que siempre me colocarán a dos milésimas de ti. Segundos que no volverán. Maldita relatividad que siempre pisa tras de mí.
Fuera no debía de quedar nadie que respirase la noche, excepto calles viejas y estrechas, y al cabo de un rato decidió salir a fumar cuando pudo estabilizar su cuerpo. Por lo bajo no dejaba de mascullar tacos al tiempo que se arrastraba, agarrándose a las suaves paredes, para llegar a la salida. Sorteó como pudo los pocos muebles que le separaban del exterior, entre ellos mesas negras con ornamentos de color plata y sofás con clientes sentados, que encontraba a su paso. Creyó escuchar insultos y se mojó los pantalones con alguna copa que tiró por el camino. El portero le saludó con un sutil cabeceo de reconocimiento, al que él respondió enseñándole el mechero y el paquete de tabaco, y le abrió la puerta con soltura, antes de seguir vigilando el perímetro de la pista de baile y la barra que se había llenado en la última hora.
Al salir, notó el aire cortante de un invierno que se acercaba, y sus ojos se adaptaron rápidamente a la luz de las farolas al tiempo que encendía el pitillo. ¡Joder, qué frío! Las ráfagas de viento hacían que su pelo, un poco largo, se entrometiese en la trayectoria de sus ojos, que lloraban. No era su día, estaba claro, pero es que tampoco lo era la noche. Menuda mierda. Aún así, parecía que el alcohol y el cabreo habían descendido progresivamente, y se dedicó a mirar la luna llena que quedaba velada por algunas nubes. El dolor de cabeza y el pitido en los oídos comenzaban a molestarle, y el silencio de la noche fue un gran alivio.
Mientras pensaba en que tenía que enderezar su vida y considerar ir a su piso, un taconeo rápido, como de un suave correr, le puso en alerta. Venía de alguna de las encrucijadas cercanas, pero no supo cuál era hasta que la vio. ¿Qué coño…? Ante él apareció una chica de piel pálida y pelo oscuro, que parecía huir sin rumbo. Pasó casi rozándole, como si fuese invisible o tan sólido como el humo que dejaba ir su cigarro ya casi acabado. Aunque fueron unos segundos, para él cada detalle de ella se le quedó grabado en la memoria, como si su imagen hubiese sido una impresión que, aunque pasen los años, nunca puede olvidarse.
Vestida y maquillada por entero de negro, sus botas de tacón plano resaltaban sus piernas, que se apreciaban sutilmente bajo una falda larga, drapeada con gasa, que llevaba cogida con una mano. Un corsé negro ceñía su escote, que quedaba adornado por una especie de collar prieto a su cuello con motivos de encaje, y unos guantes del mismo material le cubrían las manos y los brazos hasta los codos. Advirtió que no llevaba chaqueta y que su pelo negro y ondulado le cubría los hombros, en los que la tira fina de un bolso contrastaba con la piel. El conjunto quedaba desmejorado por las manchas de maquillaje corrido que las lágrimas habían dejado en su cara, y el perfume, que le era familiar al tiempo que extraño, le invadió de golpe cuando ya se alejaba de él. Sin darse cuenta, el pitillo aún encendido resbaló y cayó en la acera.
Y desde que viví, desde que perdí, tristemente digo adiós. Digo adiós. El tiempo me venció.
Dentro de él un fuerte latido le sacudió. Era como si el mismo sufrimiento personificado quisiese atrapar a aquella chica y dudó unos momentos antes de seguirla.  ¿Qué coño era lo que ocurría? ¿Había algún hijo de puta siguiéndola? No vio a nadie y menos un acompañante. ¿Por qué estaba sola una chica tan joven a esas horas de la noche? No parecía tener más de veintiún años pero parecía tener graves problemas… ¡Joder! ¿Ahora se conmovía por gilipolleces así? ¡Seguro que andaba borracha como él! Y, además, las niñas de hoy en día no buscan precisamente caballeros que las rescaten.
Pero en su cabeza no dejaba de recordar su imagen, el taconeo le martilleaba en los oídos y el alcohol ya no le servía como insensibilizador a su conciencia. ¡Estaría borracho pero no era un cabrón que dejaba a una chica así en la calle, a merced de ves a saber quién! Corrió como pudo tras ella, trastabillando a cada paso, siguiendo el rastro de perfume haciéndose mil y una preguntas, dudando menos en cada esquina que giraba. Alguien le dijo una vez que no existía la casualidad. ¿Sería cierto? Total, ¿qué coño podía ir peor?
Tropezó varias veces contras las paredes de las calles empedradas, adentrándose en algunas que desconocía completamente, pero algo la empujaba a ella y le absorbía hacía su lado. La poca cabeza que le quedaba le decía que, por mucho que intentase ser más rápido, no creía que la pudiese encontrar ya, dado el número de ramificaciones de la calle principal. Su instinto, por el contrario, le decía que tarde o temprano lo haría. Por lo que siguió, deteniéndose de vez en cuando, dudoso y borracho como estaba, hasta que llegó a un pequeño parque escondido, dentro de la zona de museos y centros culturales. Ironías de la vida, pensó, al darse cuenta de que su sueño de ser guía había desaparecido hacía muchos años, tantos como llevaba trabajando para su padre.
¿Dónde coño estaba? Es lo primero que se preguntó, puesto que no recordaba ningún parque en los alrededores. El aire salía de sus pulmones con dificultad y las piernas le fallaban, por no hablar de las nauseas que le estaban provocando las copas de más. ¡Menudo imbécil! ¡Mira que intentar ir detrás de una niñata idiota! Además, tenía pinta de ser una de esas raritas que se piensan que son vampiras. No estaba tan desesperado como para llevarse a casa a una niña, y menos aún con a ésta. No quería problemas con sus padres ni con el grupo satánico al que perteneciese. Con lo cual se giró y acalló los remordimientos con una sonrisa sarcástica. Se estaba haciendo viejo…
De repente, la oyó.
Era una suave lloriqueo, tímido y resquebrajado, que le penetró y le heló la espalda. Nunca antes había escuchado nada igual, y se olvidó de todo cuanto le rodeaba. Lo que sentía no era miedo o indiferencia, sino unas ganas inmensas de abrazarla, de protegerla. ¿Cómo podía ser? Él no era de los que iban tras las mujeres y mucho menos hacía gilipolleces como la que acababa de hacer. Mientras dentro de él algo se debatía, ya había avanzado unos pasos en el camino del parque, y antes de que pudiese pensar nada más la tenía a tan solo unos metros de él, ansiando tocarla.
La encontró sentada en un banco de piedra, con la cara entre las manos, acurrucada en sí misma y casi abandonada a su suerte. ¿Sería real o había acabado desmayándose en la acera? Parecía una especie de ángel que hubiese perdido las alas, pero no su halo, y él no podía dejar de observarla. Ni tan siquiera de dar un paso tras otro en su dirección, esta vez sin que los incomodos efectos de la bebida le molestasen tanto como cuando salió de la discoteca. ¡Tenía que estar delirando! ¡Una tía llorando en un parque, a las tantas de la madrugada, vestida de luto! Menuda película más buena, joder, y tanto. Así que se acercaría, le preguntaría si ya había acabado la broma, o lo que fuese esta mierda, y se marcharía por donde había venido.
Inmediatamente, ella alzó los ojos al escuchar el crujido de la arena y, al contrario de lo que él creía, lo único que vio fueron unos ojos castaños muy humanos que no dejaban de llorar.
Minutos que vienen y van…


[1] Canción A dos milésimas de ti de La Musicalité.

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